POR LAS BARBAS DE LAS BANDERILLAS
Aún recuerdo aquél día, ya lejano, en el que tras completar la pista que sube de los Bonales acompañando al ruidoso Aguasmulas, camino de la Fresnedilla, tuve una súbita e inolvidable visión que se me desplegó ostentósamente: el imponente muro de las Banderillas. Aquella imagen, emergente tras la curva mágica donde la pista gira para buscar los cortijos perdidos, quedó tozudamente sellada en mi corteza visual, allí donde todo se descubre, donde levantar la vista y abrir la boca forma parte de un solo acto reflejo, se fraguó, seguramente, uno de mis primeros asombros.
Y todo eso me vino a la cabeza de nuevo, como una espiral, en el collado de Roblehondo, me habría quedado allí el día entero, solo con esa mirada tenía suficiente. Han tenido que pasar años para recordar aquél impactante acontecimiento, en esta ocasión la cercanía era más…, como decirlo..., ¡INMEDIATA! , tanto que nos disponíamos a penetrar en las entrañas.
Y es que las entrañas son la delicia de quién ama la montaña. Los cintos, los llamaron acertadamente los que aquí vivieron, en realidad poyos rocosos que, en ocasiones, se tornan barranqueras por su pendiente, algunos son estrechos fajines por donde apenas se puede dar un paso sin estremecerse con el vacío y, en otros, extensiones más o menos amplias que ellos supieron preparar y estratificar para cultivarlas, vivir y subsistir.
Los cintos, las barbas de esa gran mole rocosa, que por su magnitud se ha ganado la consideración de cordillera, que separa el mundo tajantemente en dos, el páramo, de lo tosco y agreste; son indudablemente una obra maestra de la naturaleza, un espectáculo genuinamente gótico, donde la forma es protagonista a cada paso. La sierra está repleta de formas picudas, más o menos solitarias, referencias en la lejanía, compañía en la soledad de los trasiegos de aquellas gentes que convinieron en llamarlos frailes, tal vez buscando la protección sacra en esos solitarios lugares. Me atrevería a exclamar, sin errar demasiado, que en este lugar se encuentra el convento.
El espectáculo que la naturaleza ha esculpido en este amplio farallón es noble, espléndido y generoso en formas con las que podemos entretenernos en asimilar. Y cuenta este monasterio, con un pórtico excepcional, un gran portón de acceso, una senda venida a menos por efecto de la intemperie, pero que aún muestra extraordinarios vestigios de las cosas bien hechas, de la lección bien aprendida de los tiempos de Mackay; el Tranco del Perro confiere la pizca de misterio y emoción, tanto por el rotundo nombre como por la grandeza del paso.
LA RUTA
Continuamos por la curva de nivel que llevábamos hasta la CF del Haza, donde debemos descender y luego volver a ganar altura para salvar el arroyo de los Villares que desde el collado de la Cierva se desploma, buscando la cerrada de Elías para entregarse a su mayor, el Borosa. Ya no dejaremos de ganar altura hasta hasta llegar al Tranco del Perro. Primero suavemente, pasando por las Asomadicas, que precioso nombre acorde con el lugar que lo acoge. Más adelante, a la altura del primer cortijo de Roblehondo de los Villares, por donde ya escuchamos los perros delatores del caminante, abandonamos la senda para buscar y conocer los Torcalillos, lugar ahora apocalíptico después del derrumbe que sufrió la pared sur del calarejo de los Nevazos. No merma su caudal que nos repone del calor que empieza a presentarse.
Sin más dilación tomamos el único camino que se nos presenta al frente y que parce no conducir a ningún lugar, pero con fe pronto compensa con unos muros de piedra seca que le ganaron al terreno en perfectas idas y venidas sobre el mismo terreno, pero ganando mucha altura en cada tramo. Pronto encontramos la cerca, la famosa cerca que anuncia el paso a las alturas, lugar inmortalizado por cada excursión a la zona, icono mayor si cabe que el propio paso en sí. No podemos resistir la tentación y caemos en la trivialidad de fotografiar el momento. Aunque puesta allí para evitar que el ganado se pierda por los riscales de arriba, representa un punto de no retorno en la marcha, si se traspasa hay que ir a por todas.
El resto del camino transcurre por la archiconocida ruta del Borosa, a la que pronto le dedicaré un merecido espacio. Por lo tanto, aquí junto a la boca del primer túnel podemos dar por acabado el relato de una inolvidable jornada.
Los cintos, las barbas de esa gran mole rocosa, que por su magnitud se ha ganado la consideración de cordillera, que separa el mundo tajantemente en dos, el páramo, de lo tosco y agreste; son indudablemente una obra maestra de la naturaleza, un espectáculo genuinamente gótico, donde la forma es protagonista a cada paso. La sierra está repleta de formas picudas, más o menos solitarias, referencias en la lejanía, compañía en la soledad de los trasiegos de aquellas gentes que convinieron en llamarlos frailes, tal vez buscando la protección sacra en esos solitarios lugares. Me atrevería a exclamar, sin errar demasiado, que en este lugar se encuentra el convento.
El espectáculo que la naturaleza ha esculpido en este amplio farallón es noble, espléndido y generoso en formas con las que podemos entretenernos en asimilar. Y cuenta este monasterio, con un pórtico excepcional, un gran portón de acceso, una senda venida a menos por efecto de la intemperie, pero que aún muestra extraordinarios vestigios de las cosas bien hechas, de la lección bien aprendida de los tiempos de Mackay; el Tranco del Perro confiere la pizca de misterio y emoción, tanto por el rotundo nombre como por la grandeza del paso.
No podemos olvidar con la emoción, y el recuerdo de la compañía de frailes, gigantes, santos, gárgolas, …, que para llegar aquí tuvimos que desbrozar una buena caminata, visitar lo que queda de los Villares de Roblehondo y su buena haza que, perdida desgraciadamente su “cruz de las cumbres”, resulta uno de los lugares más apacibles del camino. Y para salir, aunque ya cansados, nos animó en el recorrido el rio cantarín, el Borosa, que con sus aguas cristalinas empuja, achucha la marcha cansina de quiénes se sienten henchidos de satisfacción por el duro periplo que nos hemos buscado en esta ocasión.
LA RUTA
DATOS DE LA RUTA
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Denominación
| CINTOS DE LAS BANDERILLAS |
Ubicación | Jaén. Sierra de Segura y Cazorla |
Itinerario | Piscifactoría-Los Villares-tranco del perro-cinto de los frailes cinto de las higueras-cortijo del haza-embalse de la FEDA- nacimiento aguas negras-túneles-central eléctrica-cerrada de Elías-Piscifactoría |
Distancia | 26,5 km |
Tiempo | 9 h |
Fecha
| 06 de junio de 2015 |
Desnivel positivo | 1.255 m |
Enlace al track de wikiloc |
Temprano iniciamos la marcha, sabíamos que sería larga y dura, especialmente en las horas centrales del día que emplearíamos para cruzar el fajín de las Banderillas. Rápidamente, pasada la fuente de los Astilleros, tomamos la exhausta cuesta del Topaero, que toma brío por donde desemboca el arroyo del Ruejo. Aupados en tres kilómetros, de los 670 m a los 1.170 m, nos topamos (de aquí tal vez el topónimo de la cuesta) con la cara menos amable del calarejo de los Villares. Miramos hacia atrás y la cuerda que limita la sierra de segura de la de las Villas se presenta nítida. Comenzamos a llanear por esa entrañable ladera que en un par de revueltas, con el “ojo” del calarejo a vizor, nos deja en la vieja y perdida aldea.
Lo primero que nos asalta es la ausencia de la cruz, la vetusta cruz que saludaba a quién se acercaba a estos parajes y confirmaba que, por fin, había llegado. Un paseo por el lugar se hace inevitable, visitar su hermoso y caudaloso pilar con sus cinco puestos de trabajo, sus huertos ahora yermos, la gran era que domina la grandiosa sierra que tenemos por delante. Tras el altivo Picón del haza, en el horizonte se alza la Cabrilla sobresaliendo su Empanadas; frente a nosotros Guadahornillos y su Castellón del moro. Curioso, junto a la fuente, aún los frutales dan vida y color como negándose a extinguir lo que aquí hubo, un formidable guindo muestra, ya salvaje, su cosecha.
Continuamos por la curva de nivel que llevábamos hasta la CF del Haza, donde debemos descender y luego volver a ganar altura para salvar el arroyo de los Villares que desde el collado de la Cierva se desploma, buscando la cerrada de Elías para entregarse a su mayor, el Borosa. Ya no dejaremos de ganar altura hasta hasta llegar al Tranco del Perro. Primero suavemente, pasando por las Asomadicas, que precioso nombre acorde con el lugar que lo acoge. Más adelante, a la altura del primer cortijo de Roblehondo de los Villares, por donde ya escuchamos los perros delatores del caminante, abandonamos la senda para buscar y conocer los Torcalillos, lugar ahora apocalíptico después del derrumbe que sufrió la pared sur del calarejo de los Nevazos. No merma su caudal que nos repone del calor que empieza a presentarse.
Regresamos a la senda para situarnos en un plis plas en el mítico collado de Roblehondo, divisoria de dos cuencas que enriquecen el Grande, el Aguasmulas a través del arroyo de la Campana y el Borosa mediante el de Roblehondo. Pero en esta divisoria que cabalga a dos cuencas lo impactante lo tenemos de cara, un interminable farallón que a derecha e izquierda se pierde de nuestra mirada. Mirando hacia arriba parece imposible un camino a la cumbre, pero lo hay, lo hicieron quienes lo necesitaron en aquellos años para el trasiego de granado a los campos, porque llegando arriba, a la cuerda, ya se presenta el páramo más desolador, no por ello hermoso en su desolación. A nuestra espalda, los Nevazos parece un lugar menor, sin serlo, porque aunque nunca he subido, la mirada desde allí también debe imponer.
Sin más dilación tomamos el único camino que se nos presenta al frente y que parce no conducir a ningún lugar, pero con fe pronto compensa con unos muros de piedra seca que le ganaron al terreno en perfectas idas y venidas sobre el mismo terreno, pero ganando mucha altura en cada tramo. Pronto encontramos la cerca, la famosa cerca que anuncia el paso a las alturas, lugar inmortalizado por cada excursión a la zona, icono mayor si cabe que el propio paso en sí. No podemos resistir la tentación y caemos en la trivialidad de fotografiar el momento. Aunque puesta allí para evitar que el ganado se pierda por los riscales de arriba, representa un punto de no retorno en la marcha, si se traspasa hay que ir a por todas.
Pues a eso vamos, inmediatamente, el peor tramo nos saluda, el desparrame que la piedra ha realizado al perder la consistencia hará pronto este lugar casi intransitable o muy peligroso, de hecho, ya lo es. Lo pasamos como podemos y de nuevo el buen camino no coloca en la puerta del antedicho “convento”. Hermoso el lugar, emocionante rebasarlo. Al otro lado una hoyica invita a degustar el trance, y lo hacemos, con sumo gusto, cada uno a su manera, pero se percibe la satisfacción de estar aquí.
En esta hoyica del tranco del perro, entendemos porque así nos lo cuentan que, si nos dirigiéramos hacia el Aguasmulas, tomaríamos el cinto Viñuelas. Si lo hiciéramos al frente y hacia arriba subiríamos a la cuerda y nos daríamos con Pinar negro. Pero nuestro rumbo es hacia el Borosa, regresaremos al cañón que este labra para salir de las cumbres, y lo haremos por los cintos de los frailes primero y de las higueras más tarde.
Pues “¡arre que es tarde!”. Avanzamos saludando a monjes, eremitas, ascetas y ermitaños que vamos encontrando por el camino. Por encima nuestro, la silueta imponente del puntal del águila, y mientras entretenidos, damos las buenas tardes, emerge súbitamente delante de nosotros el puntal de las cabras que, apareciendo en toda su grandeza conforme avanzamos, parece despedirnos de este abrupto y gótico tramo de los cintos.
Nubes de evolución diurna comienzan a presagiar nada bueno en estas cumbres, va haciendo calor y se van juntando, pegándose y ennegreciéndose, sembrando la intranquilidad en el seno del apacible y distraído grupo. Descendemos hasta la hoyica del jorro, un trecho que encarecidamente no desearemos subir, al frente el estoico Castellón que nos anuncia que nos encontramos cerca de los dominios del haza. Debajo reponemos fuerzas y volvemos a ascender para contemplar ante nosotros lo que nos parece un paraíso serrano, el cinto de las higueras, el haza que da nombre a tantas cosas por aquí, y el imponente picón que nos anuncia el cuasi desenlace de la ruta.
Animosos, descendemos con ganas de ganar los prados escalonados que en otro tiempo debió ser un fértil valle de montaña. En la bajada tres o cuatro crujidos del cielo aceleran la secreción de adrenalina, creo que lo peor aquí puede ser una tormenta, no por lo peligrosa, que todas lo son, sino por lo espectacular y apabullante ya que el eco multiplica el efecto ensordecedor del trueno. Por fin ganamos el haza y lo recorremos entusiasmados, asomándonos al filo del Borosa divisando la central eléctrica y la pista por la que hemos de regresar.
Pero aún nos queda ganar el collado del haza, no el grande que lo evitamos, el que discurre por delante del picón y que entre laricios nos deja en la misma acequia que desde el embalse de la FEDA lleva a la central hidroeléctrica y para la que horadaron esta magnánima pieza de museo que la naturaleza dejó.
El resto del camino transcurre por la archiconocida ruta del Borosa, a la que pronto le dedicaré un merecido espacio. Por lo tanto, aquí junto a la boca del primer túnel podemos dar por acabado el relato de una inolvidable jornada.